Todas las películas de aquel presidente Hollywood revisa el caso Watergate y la caída de Richard Nixon El 9 de agosto de 1974, Richard Milhous Nixon renunció a su segundo mandato como presidente de Estados Unidos, acosado por el escándalo de vigilancia ilegal y encubrimiento descubierto por el diario Washington Post, conocido como el escándalo Watergate. El caso y su protagonista –convertido en el presidente con peor fama en la historia de su país– fueron objeto de numerosas películas y telefilms (e innumerables libros), incluyendo la notable Todos los hombres del presidente (Alan J Pakula, 1976) y una recordada escena de Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), al tiempo que la palabra “Watergate” (o caprichosas derivaciones de ella terminadas en “gate”) se convertía en sinónimo de un escándalo irrecuperable y políticamente demoledor. Aunque los historiadores han sido más clementes con Nixon en los últimos 20 años, quedó inmortalizado como el mandatario estadounidense más odiado y repulsivo, al menos hasta la asunción de Donald Trump. Y es en el desagradable magnate que ocupa hoy la Casa Blanca, elegido también candidato del Partido Republicano, en quien hay que buscar la explicación de por qué –sin que se hayan conocido nuevos datos esenciales sobre el caso Watergate ni se haya cumplido ninguna fecha simbólica desde la renuncia de Nixon– Hollywood parece haber redescubierto la historia y vive una especie de fiebre en relación con aquellos vertiginosos días de los años 70, cuando aparentemente un diario logró derribar al hombre más poderoso del mundo.

Nixon, conocido tambien como Tricky Dick (“el tramposo Dick”, en una traducción generosa), murió en 1994 y, como suele suceder tras la muerte de las personas famosas, su figura villanesca fue objeto de revisión por historiadores y artistas, que incluyó una biografía relativamente positiva (Nixon, 1995), filmada por su supuesto opositor Oliver Stone. Era una figura difícil de evaluar y ambigua; enemigo emblemático del movimiento opositor a la Guerra de Vietnam y responsable de los monstruosos bombardeos sobre Camboya y Laos, también fue quien puso fin a esa guerra –que comenzó y escaló durante las presidencias en teoría mucho más progresistas de los demócratas John F Kennedy y Lyndon B Johnson– y fomentó un acercamiento tanto con el bloque soviético como con China, alejando el fantasma de la guerra nuclear. Soporte alevoso del golpe de Estado de Chile en 1973, de la guerra a las drogas y de las siniestras políticas exteriores de Henry Kissinger, el contradictorio Nixon, adorado por una derecha estadounidense que estaba muy asustada de las generaciones más jóvenes, condujo (o al menos no obstaculizó) muchas medidas y cambios dentro de su país que lo convirtieron en un presidente mucho más progresista e integrador que cualquiera de los mandatarios de su partido (y tal vez de alguno del Partido Demócrata) que lo sucedieron en las siguientes cuatro décadas; de hecho, fue votado para su segunda presidencia no sólo por las fuerzas reaccionarias, sino también por muchos demócratas, que le dieron un margen de victoria electoral inédito sobre el ahora olvidado George McGovern. Sin embargo, representó en su momento y durante muchos años todo lo peor que puede ser un político, y eso se se debió a su impresentable manejo del caso Watergate, pero también al punto en el que más similitudes tiene con el actual ocupante de la Casa Blanca: su mala relación con la prensa y el periodismo en general.

Aunque no llegó directamente a la censura o la persecución, Nixon pareció estar varias veces al borde de atacar la libertad de prensa. Fue grosero, paranoico (aunque, a la luz del modo en que se produjo su caída, tal vez lo suyo no haya sido exactamente un delirio persecutorio) y profundamente hostil con los medios que primero revelaron sus bombardeos ilegales en Indochina –en una investigación de The New York Times que estuvo a punto de ser un caso Watergate antes de Watergate– y luego descubrieron la relación de la CIA y el gobierno con la irrupción con fines de espionaje en la sede del Partido Demócrata en Washington, que estaba en el hotel y complejo de oficinas Watergate, de donde viene el nombre de la historia.

Aquel enfrentamiento perpetuo con la prensa ha hecho que no pocos establezcan paralelismos con el que vive actualmente Trump, enfrascado en un conflicto sin pausa contra lo que llama fake news (noticias falsas), o sea, básicamente, contra la investigación y la difusión de una serie de escándalos bastante insólita para el poco tiempo que lleva como presidente. Aunque de momento Trump parece blindado, la suma de esas investigaciones y de su animadversión hacia el periodismo –que conserva mucho prestigio en la sociedad estadounidense, pese a la crisis mundial que también lo afecta– ha hecho soñar a unos cuantos con la posibilidad de que alguna de las acusaciones contra Trump (especialmente la referida a una posible injerencia del gobierno ruso en las elecciones que ganó) permita llevarlo a impeachment (juicio político en el Parlamento) o forzar su renuncia. Hollywood, siempre atento a los sueños americanos, les responde con numerosas películas de mensaje antiautoritario y opositor, entre ellas varias que recuerdan el momento histórico en que los astros y la información se alinearon de tal forma que un presidente deshonesto tuvo que renunciar.

Los otros protagonistas

La historia de cómo The Washington Post se enteró de la conexión entre la administración de Nixon y los intrusos del Watergate, y la investigación llevada adelante más que nada por Carl Bernstein y Bob Woodward, fue contada de forma hiperrealista y fiel (aunque incompleta, por motivos de los que hablaremos más adelante) en la ya mencionada Todos los hombres del presidente. Modelo perfecto de contención y seriedad –y completamente exenta de embellecimientos dramáticos–, aquel film es tan redondo y resulta aún tan efectivo que ni siquiera con su actual política de reciclaje permanente Hollywood se ha planteado una remake, aunque la influencia de la obra de Pakula pueda sentirse en cualquier película (buena) posterior ambientada en una redacción (sobre todo en la reciente ganadora del Oscar En primera plana –Tom McCarthy, 2015–, que reprodujo el tono y el acercamiento para contar otra investigación periodística real, sobre curas pedófilos de Boston). Protagonizada por Dustin Hoffman y Robert Redford en los roles de Bernstein y Woodward, respectivamente, Todos los hombres del presidente dijo prácticamente todo lo que se podía decir sobre el caso, no ha envejecido nada y es frecuentemente programada en los canales de cable, de modo que rehacerla sería un despropósito. Por eso mismo, al parecer, en Hollywood han decidido aproximarse a esta historia desde todos los ángulos que no cubrió Pakula, tratando de no centrarse mucho en los roles de los dos periodistas que Hoffman y Redford interpretaron en forma tan memorable.

La primera de estas nuevas narrativas tuvo el extenso y poco agraciado título Mark Felt: The Man Who Brought the White House Down (Mark Felt: el hombre que tiró abajo la Casa Blanca), con dirección a cargo de Peter Landesman y protagonizada por Liam Neeson. A Felt, una de las autoridades máximas del FBI durante la presidencia de Nixon y figura oculta en Todos los hombres del presidente, le tocó pasar a la historia de Estados Unidos bajo el no muy glamoroso seudónimo Garganta Profunda, como lo denominaron Woodward y Bernstein en alusión a la homónima película de porno chic (Gerard Damiano, 1972), en la que Linda Lovelace demostraba una sorprendente capacidad para el sexo oral, y que fue un fenómeno cultural en aquel momento. Poco antes de la muerte de Felt, en 2008, se supo que él había sido el whistleblower, el informante que le hizo saber a la prensa el rol de encubrimiento que su propia agencia estaba cumpliendo en el caso Watergate. Los motivos de la filtración de datos al Washington Post por parte de aquel jerarca no están del todo claros, pero parece que se debieron principalmente a su fastidio por la injerencia gubernamental en la investigación del caso y a su mala relación con L Patrick Gray, sucesor del maquiavélico J Edgar Hoover en la dirección del FBI. Sin embargo, la película lo muestra como un justiciero incorruptible, movido únicamente por su disgusto ante la intromisión ilegal de la administración Nixon en la independencia del organismo, y como una figura heroica muy adecuada a los formatos cinematográficos, pero dudosa para un hombre que fue la mano derecha de alguien tan siniestro como Hoover, y que además tuvo responsabilidad directa en investigaciones ilegales sobre grupos de izquierda sospechosos de ser revolucionarios.

Neeson encarna a Felt con la expresión de digna preocupación que tiene patentada para sus roles menores, y todo el asunto no va mucho más allá de un dramón que no puede resolver las motivaciones de su personaje ni hacerlo particularmente atractivo, además de endulzar bastante una historia sórdida. De cualquier forma, puede ser un interesante complemento de Todos los hombres del presidente, ya que en aquel film –al igual que en todo lo escrito por Woodward y Bernstein sobre su investigación– se mantuvieron en secreto la identidad de Garganta Profunda y cualquier dato sobre su personalidad que pudiera ayudar a saber quién era.

A principios de diciembre, HBO estrenó el documental The Newspaperman (“el hombre del periódico”; más propiamente, “el periodista”), dirigido por John Maggio, sobre un personaje que sí había aparecido en Todos los hombres del presidente –interpretado por el gran Ben Gazzara–, pero cuyo rol podía parecer secundario en relación con los de Bernstein y Woodward, aunque en realidad no lo fue, ya que se trata de Ben Bradlee, editor en jefe de The Washington Post en los tiempos de Watergate y, por tanto, el principal responsable de la cobertura del diario y de su rol en la debacle de Nixon. The Newspaperman es una hagiografía, es decir, la biografía de un santo, o, en este caso en particular, la de un hombre perfecto, algo que Bradlee seguramente no fue, pero solía parecer. Era el fenómeno en el que todos los periodistas queremos convertirnos cuando seamos grandes: proveniente de la aristocrática Boston, pero con raíces de clase media, Bradlee fue un alumno brillante en Harvard (cursó un programa de estudios para alumnos física e intelectualmente excepcionales), buen deportista y valiente soldado, seductor sin esfuerzo de mujeres de legendaria belleza, jefe estricto pero generoso y con un gran sentido del humor, polemista peleón y modelo de editor arriesgado e íntegro para al menos una generación entera de colegas. Esta es la parte que cuenta The Newspaperman; el retrato corresponde a datos reales sobre Bradlee, pero este, simultáneamente, era por sus orígenes e historia personal un hombre mucho más cercano a la elite política que lo que es recomendable para un periodista más o menos independiente, e incluso fue uno de los mejores amigos de John F Kennedy (con quien tuvo una extraña relación, ya que la pintora Mary Pinchot Meyer, cuñada del periodista, fue amante de aquel lujurioso presidente y la asesinaron en 1964, en circunstancias misteriosas hasta hoy).

Esa amistad de Bradlee con Kennedy –a quien encubrió en el amorío con Pinchot Meyer, aun después de la muerte de ambos– por de pronto le dio visos de parcialidad al rol de The Washington Post en relación con Nixon. La enemistad recíproca entre el editor y el presidente podría motivar algunos cuestionamientos relacionados con la ética periodística que no están presentes en The Newspaperman, como tampoco lo está la presencia mediática un tanto farandulesca de Bradlee. Pero es imposible no ceder ante el carisma porfiado de este y su gracioso malhumor, que lo hacía contestar personalmente muchas cartas enviadas al diario, algunas de ellas encabezadas con “Dear asshole:” (“Estimado pelotudo:”, siendo bastante eufemístico).

El documental tiene material de sobra al que recurrir, ya que Bradlee –un adelantado en ese aspecto– vivía frente a las cámaras a nivel público y privado, y tuvo una larga vida (murió a los 93 años, a pesar de haber sido un fumador compulsivo), así que era posible desarrollar un montón de ramificaciones, y sólo su relación con Kennedy daría para un documental entero. Por eso, y haciendo economía, The Newspaperman no trata tanto de los hechos conocidos del escándalo Watergate, sino que prefiere hablar sobre el extraño rol de unos periodistas que de pronto convivían con estrellas de cine y eran considerados tales; durante la dirección de Bradlee, The Washington Post pasó de ser un diario mediano y muy local a perfilarse como la principal competencia de The New York Times a nivel nacional, y hubo un boom de jóvenes deseosos de estudiar periodismo, con ese diario como su meca. La película de Maggio, ideal para colegas o estudiantes de comunicación, le da la misma importancia que a la investigación de Watergate a otro caso que significó el fin del reinado del The Washington Post y Bradlee, cuando en 1981 la periodista Janet Cook metió en sus páginas una nota completamente inventada sobre un niño drogadicto, con la que ganó el Pulitzer, pero cuya falsedad se reveló luego. El diario asumió su error y fue la principal fuente de información sobre el engaño de su empleada, en una muestra de ética periodística también ejemplar (o mayor que la de Watergate, porque se dio en la adversidad), pero que desgastó la imagen de infalible del editor y su medio.

Aún se espera el estreno en Montevideo de la que es sin dudas la principal de estas producciones de revisión histórica que se pueden considerar casi una moda: un film dedicado completamente a The Washington Post y a su choque con el gobierno de Nixon, titulado The Post. Es significativo que sea nada menos que Steven Spielberg, un cineasta que más que nadie en la actualidad representa el espíritu ideal de la industria cinematográfica estadounidense (y su liberalismo, en el sentido progresista del término), quien haya decidido hacer un nuevo film sobre ese tema y que haya conseguido para los dos roles principales a las dos figuras máximas de la actuación de Hollywood, Tom Hanks y Meryl Streep, quienes interpretan a Bradlee y a la propietaria del Washington Post, Katharine Graham, quien en definitiva tomó la decisión de publicar los artículos que causaron la debacle del presidente. La película estuvo nominada a siete Globos de Oro y es una de las grandes candidatas a las próximas nominaciones de los Oscar, aunque se le ha criticado que –en su evocación de la gesta periodística del diario– se le adjudique también el rol principal en la publicación de los Pentagon Papers, la investigación sobre los bombardeos de Camboya que fue esencialmente realizada por The New York Times, más allá de que Bradlee la haya reproducido y seguido.

En todo caso, evidentemente no se trata de una casualidad. El lanzamiento en un período breve de estas tres películas, acompañadas por cada vez más frecuentes recuerdos periodísticos del caso Watergate, a propósito de la sucesión de despropósitos de Trump, puede considerarse una muestra de nostalgia del poder perdido por los medios tradicionales, pero también una de las mayores proyecciones de deseos de una industria que se ha dedicado justamente a esas proyecciones.